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Autor: José Alfonso Romero PSeguín

Mi libertad no es el llanto que se avergüenza de serlo. Mi libertad como llanto es la máxima expresión de mi mismo.
Un fraternal abrazo.

Aquiles

(Ruego a Tetis)

«Haré, hijo, de ti un dios,
para que el amor haga de él un hombre».
(Poeta, desesperacionista, Loto PSeguín)
Cuando languidezca en mí el velo de cólera
que ciega la razón y oscurece el corazón,
voy a ser alcanzado, madre, en el mismo talón de la soledad,
por el sideral ser de su irreparable pérdida.
De nada ha de valer entonces
el cruel fuego de la dulce ambrosía de la divinidad
en la que deseaste ahogar lo mortal de mi ser,
ni la pavorosa fortaleza de la Estigia en la búsqueda de la inmortalidad.
Has de saber, que la delicada seda de ese anteayer
que aún ayer me acariciaba
en la certeza de la falta de incertidumbre,
es hoy basto sayal que siento que me llaga y amortaja.
Solo estoy ante la soledad de estas murallas
que han de morir para mí,
y frente a miles de hombres que han de vivir un segundo en mí,
endeble titilar, el suyo, bajo el pujante fulgor de mi lanza,
en el universo de la ajena gloria.
Más célebre ha de ser mi suerte, caído bajo la cólera de Apolo
cuando le sople a su protervo hijo el divino hálito de la vida.
Solo los dioses conocen el secreto del talón
y solo ellos pueden redimirme de este horror,
señalándoselo a ese perverso ser que en su lecho cobija Helena
para que su flecha traidora
lave la dulce ofensa de tu mano protectora
y pueda morir al fin
como muere todo lo que es real en mí.
No quiero vivir, madre, preso de la eternidad
porque persigo la gloria no la inmortalidad.
Deseo ser breve y en esa levedad
volver a abrazar a Patroclo, y su lado vivir
como viven los hombres y descansan los caballos,
sin otra pasión que el fuego del combate cuerpo a cuerpo,
ni otra pena que la tristeza del amor sin su cuerpo,
ni otro amor que la delicia de, aun así, amarlo
hasta la sana locura de renunciar al divino éter
para atarme al mundano aire de su pútrida piel.
Deseo, madre, no sabes cuánto,
abrazar las mariposas de su aliento
en el ignoto rincón de su ausencia,
porque solo ellas pueden sanarme
de la angustia de añorarlo.
©PSeguín




				
	
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LAUVIAH (De ángeles y moscas)

Sinopsis

Sinopsis

Lauviah busca conmover y honrar, en su angelical dialogar, el ser singular del hombre en el seno de la madre de todas las batallas, la absurda y disparatada disputa que justifica a dioses y diablos (encarnados unos en sus ángeles y los otros en sus moscas). Empeñados en la neurótica recolección de esa ignota esencia que ellos y sus sacerdotes denominan alma, y que no es sino la singularidad. Cualidad donde se asienta y suena libre y eufónica la serena presencia de lo humano en lo efímero, ajeno a la temeridad de lo eterno en el seno de ese estruendo desolador e infinito que es la eternidad.

Si te interesa me llenará de consuelo, si lo compartes me consolarás.

Un fraternal abrazo.

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Paloma funámbula

(Accésit Premio Internacional de Poesía “María Eloísa García Lorca!”, convocado por la Unión Nacional de Escritores de España)

El poema describe la sugerente danza que protagonizó, una serena noche de verano, una paloma que, insospechadamente, se había posado por la parte interior de la esfera del reloj de campanario de Zafra, quizá sobre el propio eje de las agujas, de tal modo que, o por la viva fuerza de su naturaleza artística o por falta de equilibrio, comenzó a realizar una serie de rítmicos movimientos que daban a su sombra, levemente velada por la alba luminosidad de la esfera, una maravillosa fuerza poética.

(Dulce Chacón, poetisa de la Zafra, del alma, 
el amor y la calma)

Sobre el blanco horizonte de cal en el que se mece la plaza,
se alza, rojo farallón de fuego 
en el sideral aplomo de su leve danza,
la majestuosa torre de Nuestra Señora de la Candelaria, 
campanario noble que al cielo abraza.
Bajo el alminar de su esbelta cumbre 
se abre, en «polifémico» vislumbre,
el albo sol que alumbra las horas chicas de la Plaza Grande.
Reloj que vela el nocturno gigante de su sereno haz
con pálidas luces, que recuerdan a las del alba,
cuajándolo de luminosa calma.
En el envés de su melancólica faz, fría estampa de carne trémula,
una paloma funámbula, encaramada en el eje de su rutina,
juega, en el afán de sostenerse, al seductor arte de desnudarse.
Extiende —parsimoniosa hasta el delirio en la ejecución de tan primoroso rito— un ala.
Con ella, traza, dispone, palpa…, busca equilibrarse,
 y en el sosiego de tal ensueño la recoge,
mientras alarga, en igual ritual, la otra.
Calzándolas y descalzándolas, en la voluptuosidad de la apariencia, 
de la larga seda de ese guante que es en ellas la cálida desnudez del aire.
Bambolea con donaire, de consumada bailarina, su grácil talle. 
Alza y despliega, a modo de abanico, el plumaje de su cola,
a la par que deja caer, en desmayada entrega, la cabeza.
Tatuando, en tan sugerente danza, exóticas sombras chinescas
sobre los blancos lienzos de esa celeste esfera en que se contempla esta plaza con alma,
y poniendo sensual sosiego en el alegre desarreglo del nocturno de su calma.
Sentado bajo el quicio que otrora cobijara a la Dulce Chacón,
poetisa, de la calma, el amor y el alma,
la miro con el infantil arrobo que ella la contemplara en los largos días de su corta infancia.
La miro tanto, que la oigo soñar y volar en ese mar rizado de murciélagos y vencejos
(minuteros «quiciados» a su vertiginoso vuelo, ese que desquicia el sereno azul del cielo).
Y acompasado por el animoso gorjeo de la bandada de estorninos 
que, cuajan, quiebran, alargan y ensanchan las altas palmeras
que a la plaza adornan y al cielo miman en el agudo verdor de sus desnudas palmas.
Arde la plaza en su calma, sostenida por ese sol de bondad y la paloma funámbula.
Torcaz que juega, en la inocencia de sus dulces sueños, a desnudar el alma, 
como lo hiciera la alada poetisa en la esquina de su infancia.
No pasa el tiempo y así lo siento pasar, imaginándome paloma insomne
que dibuja sombras chinas sobre esa esfera,
tan alta, tan dulce, tan bella, tan alba, tan en calma…,
como la poeta que en esta hora en su bendita paz descansa.
En la Plaza Chica, los enamorados se besan largo
para envidia de las cortas arcadas, que dan fe en el fiel de su medida
de la desmedida fe con que los hombres tasan afanes y quehaceres.
Bajo los aleros de sus fachadas, misteriosos senderos de arañas y gorriones,
y en los altos cielos que los escoltan, 
desvaídos cardenales de aviones y estelas de cigüeñas
que, al abrigo de sus nidos, sueñan con ruiseñores.
La noche se guarda celosa en un gemido de plata,
mientras abre en sus manos luminosos corredores
que van animando de risas y voces las lucernas y ventanales de Zafra.
Ya de mañana, crece en la luz el alma, se esponja en la sombra la calma,
y el reloj, paloma en vuelo, ya no calla.
Por la plaza, como por el cielo los vencejos,
vienen y van gentes calmas, descalzas, livianas, albas…(segunderos desquiciados
«quiciado» a la grave esfera de la sombra de su alma).
Por las blancas fachadas de cal y los negros balcones de forja las raudas piquetas de las sombras
van definiendo volúmenes, trazando formas…
Todo es calmo en el alma, todo es alma en la calma,
mientras, en los lejanos campos de pan sacia su hambre de luz 
la alada hija de tan tentadora estampa.
Ya vendrá la noche, desnuda, despierta, descalza…
para soñar sombras de fuego sobre la serena luna de la plaza,
y yo la estaré mirando desde la dulce esquina en la que nació la Dulce Chacón,
de esta Villa, poetisa de la calma, el amor y el alma.
Dulce la nombraron por su alma y Chacón por su sangre.
Musa de melancólica sonrisa que sublimó el Helicón 
y temprano nos arrebató el Parnaso,
donde reposa hecha Plaza Grande del universo chico, 
el de los inmortales poetas.
Si un día camino de la zafra pasas por Zafra, 
detente en la esquina menor de la Plaza Grande,
y déjate seducir por esa paloma de sombra que viste de edén 
el desnudo jardín de sus sueños
y se desnuda con frescura en el vestido desdén de sus ropas.
Prendas que van escribiendo, al caer, 
nanas de seda sobre el azul satén de sus mansas noches.
Villa de Plaza Chica y Plaza Grande velada como ninguna 
por el sol nocturno de su torre gigante,
su paloma de sombra y su mujer de raza, la de la eterna Zafra,
la Dulce Chacón, poetisa del alma, el amor y la calma.

José Alfonso Romero PSeguin

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Nada es eterno en La Habana

SINOPSIS


La eternidad es, pese a lo ignoto de su naturaleza, la constante de toda ambición humana. Irracional fuerza capaz de disuadirnos de la racional tentación de fugarnos del absurdo incierto que es la vida. Con esa fuerza dialogan los esperpénticos personajes de este libro de relatos que busca ser un encendido encomio de su maldad. 

La Habana es, en la metáfora, la eterna y teatral ciudad en la que nada lo es para serlo en lo efímero, en ella confluye un elenco de eternidades, una diva, un dictador…, incombustibles seres empecinados en la conquista de lo eterno.

http://mybook.to/nadaeternohabanaebook

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BAJO SECRETO

«Ojos olvidados y lacrimosos, ojos de perro enfermo. Sí, eso, ¡eso mismo!, de perro enfermo y viejo. Ojos de perro y de abuelo, ambos al final de la vida: cansados, mórbidos y llorosos.Ojos del abuelo que al contrario que los míos se perdieron para siempre camino de algún lugar al que llamaba con voz afligida “¡dios mío!”. 

mybook.to/bajosecretoebook

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Roznar

Me ha parecido ver, a lo lejos, un burro violeta, moviendo distraído la cola, uno de esos que lucen, al inicio del cuello, una perfilada traza de oscuro pelaje en forma de herradura. Bajé melancólico la mirada al suelo, sacudí la cabeza, la levanté, y ya no estaba, pero estaba en mí lo terco de su bondadoso ritual, y en él, un febril destello de su noble naturaleza. 

Me recordé, en esa magia, magnífico en el poema de Chesterton, entrando en una Jerusalén rendida, cargando sobre el lomo al salvador de los hombres, saludado por alegres cantos y acariciado por leves ramas de palma. Me añoré en una de esas gloriosas jornadas que me deparó Sancho al servicio de don Quijote. Y lloré de risa, recodándome, casual músico, en la fábula de Tomás de Iriarte. Reí, digo, en vez de rebuznar, y en esas joviales carcajadas me retomé en el hombre que soy y, también, en la tristeza de ese afortunado asno que jamás seré. 

José Alfonso Romero P. Seguín.

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