Voz de la esposa de uno de los tres guardias civiles
asesinados por ETA el 5 de octubre de 1980
en Salvatierra (Álava).
“Verlo salir por la puerta era siempre un sinvivir, lo era antes y lo fue ese día. Más tarde el sinvivir fue no volver a verlo entrar.
Poco importaba el beso de despedida. La recomendación acallada, evitando nombrar la maldición, perdida a su vez en la complicidad de una mirada esquiva, como si nos diese vergüenza, pero no lo era, era el miedo quien nos ruborizaba.
Era verlo cerrar la puerta y oírlo bajar las escaleras y quedar sumida en la más profunda de las incertidumbres. Me recuerdo detenida en el pasillo oscilando como un péndulo que se debate entre la emoción de saberlo mío y la pesadilla de tener que compartirlo con algo tan monstruoso como es el miedo. Al final el dilema se resolvía en el acto casi instintivo de correr a asomarme a la ventana en la esperanza de verlo abajo, faenando con los suyos. O dejarme ir en el ensueño de las tareas que en ese momento aún me parecían capaces de traerlo. Si remediaba esas pequeñas cosas de nuestra vida en común entendía que la vida sabría apreciar lo necesario que me era en aquellas en que éramos uno. Al final, y eso es lo cierto, era girar a la derecha o a la izquierda y entrar en una estancia u otra, sin poder salir por ello de la angustia de la espera.
La lánguida música de sus pasos alejándose. La escasa ternura de la puerta besándonos fría en el indiferente ir y venir de sus hojas. El extender las manos buscando retener el aire que éramos en la distancia. Todo a nuestro alrededor era en esos instantes tristeza, es cierto, pero no exenta de cierto halo de romanticismo. Un sufrir mutuo que sentíamos que nos hacía crecer en los sentidos y al que teníamos la certeza de poder remediar.
Los desacordes de la despedida eran aún armónicos en mi ánimo, eso es lo que quiero decir. Luego toda esa dudosa melodía pasó a ser el estruendo fatal de mi vida. El beso de la puerta, un portazo sin alma que me partió en dos mitades inexactas, la de él y la mía. Y los pasos, sus pasos, sobre los gastados escalones de las viejas escaleras de madera, dejaron de ser aquel triste repicar para sonar, profunda tristeza, como suenan las tapas de los ataúdes. A eso suenan hoy en mi cabeza, quizá también aquel día y no quise saberlo, ¿cómo querer? Pero es así, suenan como lo hacen las tapas de los ataúdes, ¿o son los ataúdes los que suenan como los pasos sobre las escaleras? Cada paso un ataúd que se cierra, cada ataúd que se cierra un paso en el pasar por la vida atada a un dolor que se expresa en indolentes, qué digo, asesinas voces, las de ellos, y desgarrados silencios, quizá roncos gemidos de terror, los de él y sus compañeros. Silencios en demanda de auxilio, el que se les debía, el que no les ofrecieron aquella manada de hienas. El que en esa hora de inocencia y por más que perjuremos ahora que no, cualquiera espera, porque no cabe sino esperar que llegado ese momento se nos ha de dispensar. Si no fuese así, cómo construir un hogar, cómo traer un hijo al mundo, con qué ingenuidad vivir en la esperanza. Así lo sentíamos nosotros y en esa candidez nos amamos hasta el extremo de la suprema esperanza de la paternidad”.
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