“Entrar en el bar de la mano de la vida de su marido, flanqueada por la de sus dos compañeros, amigos todos, jóvenes, alegres en ese don. Entrar con la intención de tomarse una copa, escuchar música y charlar. Divertirse. Vivir. Olvidar la rancia sombra del viejo cuartel donde vivían. Hacer planes. Asombrarse de la ferocidad de aquel pueblo. Buscar, para conjurarla, serlo en la misma medida. Saber que les iba a ser imposible y no cejar por ello de intentarlo. Desconfiar de todos y mostrarse a la vez confiados. Disimular el miedo y también el arrojo de haber ido hasta allí, de permanecer allí. No pensar. Pensar en un aparte para no herir su mermado ánimo. Y de pronto la silueta negra y amarga de las pistolas. Fugaz como el vuelo de las golondrinas. Secos ladridos, tantos como tiros les dieron. Muchos, infinitos en el escaso tiempo en que ella caía tras el empujón que recibió. La brutalidad de una delicadeza, la de perdonarte la vida. Y después el negro túnel del silencio, rojo en los bordes de sus siluetas derribadas. Querer tocarlos. Querer abrazarlos. Y no poder mover ni un dedo. Sentir cómo los demás clientes te miran. Son hombres y mujeres como tú, él y sus compañeros. Sin embargo, la distancia que se imponen los hace parecer estatuas. Seres de piedra. Bestias sin piedad. Tal grado de frialdad los muestra en una dimensión ajena a lo humano. Tanto que sientes que nada de lo que hagas los va a conmover. Es más, qué puedes hacer capaz de superar la estampa de sus cuerpos caídos y ensangrentados. Su silencio, sus agónicos estremecimientos. Los roncos estertores de la muerte. Gritar, buscar gritar para huir en ese grito de la realidad. Caer luego de rodillas junto a él y llamarlo por su nombre, a la vez que le susurras ¡no te mueras, no te mueras! Podías gritárselo, es cierto, pero en el fondo no quieres que lo oiga, porque no quieres que se muera sabiendo que te deja sola. El coraje de la ternura. Luego, clamar en el nombre de Dios que alguien llame a una ambulancia. Y en ese gesto sentir que aún cabe la esperanza de que un médico sea capaz de retornarlo, de retornarlos de aquel laberinto de plomo enrojecido en el que se han extraviado”.
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